7 Cuentos de Vidal Chávez López
LUCEROS
Mi madre se paraba en el patio, y la casa dejaba de ser una vasta oscurana. En un elevado ceremonial, mi madre me sentaba en el ancho pretil que estaba en el patio de la casa y, con los ojos deslumbrados por el borbollón de luz nocturnal, invocaba una plegaria al reino celestial. Oraba:
-Cielo que estás más allá de tu gloria infinita. Has que nunca falte en esta casa tu luz perfecta, tu luz de entendimiento. Cielo, danos tu fulgor imperecedero. Danos humildad para albergar para siempre una estrella tuya es nuestro corazón. Amén.
Luego miraba extasiada la vastedad del cielo y el resplandor de los astros. Mi madre recorría con sus ojos pequeños el firmamento, como si hubiera ordenado con sus propias manos los conjuntos de estrellas de la bóveda celestial. Citaba las constelaciones por sus nombres y las distinguía por la intensidad de su brillo. Señalaba con el dedo:
-Esa es Andrómeda. Más allá están Pegaso, Delfín y Cisne. Aquellas son las osas Mayor y Menor, la Estrella Polar, Bollero y Cabellera de Berenice. Observa como resplandecen la Corona Boreal, Hércules y Orión. ¡Qué bella es esa estrella fugaz que va cruzando el cielo!
-¿Qué debo hacer para atrapar una estrella fugaz?, le pregunté inocentemente un noche a mi madre.
-Las estrellas fugaces viajan por el cielo porque no tienen una constelación, un lugar invariable, donde vivir. Pero sólo puede atraparla quien aprenda a quererlas. Hijo, para conquistar el amor de una estrella fugaz, hay que soñar con ella. Si la querencia es compartida, la estrella fugaz se deja atrapar en el sueño y desiste vagar por el cielo.
Después de aquella sublime recomendación de mi madre, no he podido dejar de amar y ser amado por las estrellas fugaces que se aparecen en mis sueños. Pero por temor al castigo celestial, hay una verdad que nunca le revelaré a mi madre: los agraciados luceritos que durante años han iluminado la ventana de su cuarto son nietos de ella.
EL OJO DERECHO
El ojo derecho es la parte de mi cuerpo con la que más me identifico. Es tan grande esta compenetración, que si volviera a nacer sólo desearía parecerme a mi ojo derecho.
Debo aclarar que, así como mi ojo derecho me genera una gran admiración, a veces me inspira reflexiones de aversión que me asfixian y desmoronan. A pesar de desencadenar estas contrastantes explosiones de ánimo, la existencia de mi ojo derecho es la única razón que logra mantenerme con vida.
Mi ojo derecho es menos doméstico de lo que muchos pueden pensar: se desaparece por días, dejándome como una casa en penumbras. En oportunidades me asalta una dura sensación de celo hacia mi ojo derecho, ya que la mayoría de mis bellas amigas únicamente vienen a mi casa a preguntar por él y a contemplar el inconfundible guiño que le hace a la vida.
“Su ojo derecho es tan hermoso que tiene el color confuso de los días”, me dicen eufóricas y enamoradas las agraciadas muchachas de la Sociedad de Corazones Blandos, a la cual él pertenece como miembro honorario.
A hurtadillas, a través de los espejos, he tratado de observar mi ojo derecho, pero sólo he logrado descubrir su sonrisa enajenada y su conmiseración hacia mí. Estupefacto, he llegado a pensar que mi ojo derecho ha utilizado la cavidad de mi cara para espiarme y ejecutar planes siniestros que desconozco. Sin embargo, no me arrepiento que mi piel chamuscada por el tiempo le haya servido de cobijo.
En verdad, ¿qué más puedo exigir? Pues con las piernas y los brazos mutilados, tuerto del ojo izquierdo, con el rostro sajado por un certero machetazo y abandonado en una destruida silla de ruedas, me afianzo al misterio oculto de alcanzar la liberación de mi naturaleza humana a través de mi ojo derecho.
CACERÍA
Mientras acomodaba los libros de su biblioteca, el viejo sintió un fuerte dolor provocado por el pastiche orgánico que le agobiaba por dentro. “Esto tiene nombre propio: hambre”, pensó el viejo.
Entre la tribulación y el desasosiego interior, el hombre vio a su perro echado en la puerta del salón y con voz trémula le dio una orden al animal: “Bush quiero que me traigas una presa suculenta para el almuerzo”.
El trasnochado sabueso miró con rabia a su amo. Lanzó un prolongado ladrido de protesta y con desgano salió a cumplir la orden de su patrón.
Después de tomar una taza de café humeante que le braseó la garganta, el viejo se acostó de nuevo y se quedó dormido, mientras esperaba el retorno del animal.
Al mediodía, el perro regresó cargando entre los dientes la cabeza ensangrentada de un lobo. Horrorizado y aturdido ante la extrañeza de aquella visión de espanto, el viejo trató de cubrirse los ojos y se percató que le faltaba la cabeza.
DESENCUENTRO
A simple vista mis manos parecen perfectas. Sin embargo, son la parte más contradictoria de mi cuerpo. Aún no he podido descifrar la causa de que ambas tengan caracteres totalmente diferentes, porque ellas me han acompañado durante toda mi vida, sin que haya establecido predilección por ninguna de las dos.
Siempre anhelé que mis manos mantuvieran una relación armoniosa, pero ha sido imposible concretar este empeño. Con el tiempo he tenido que ceder y las he aceptado tal cual como son: cada una con su individualidad y su propia personalidad.
Con la derecha estrecho las manos de mis amigos e indico la dirección correcta que deben seguir las personas perdidas que encuentro a menudo por las calles. Con mi diestra también acaricio las cabecitas de los niños y abro puertas y ventanas con las primeras luces del día.
En cambio, el talante de mi otra mano es severo, dominante y brutal. Su único traje de vestir es un guante de boxear. No soporta ofensas y en varias ocasiones he tenido que separarla del cuello de quienes han cometido un acto de injusticia contra mi persona.
Honestamente no me parcializo ni estoy en contra de ninguna de mis manos, porque, de una u otra manera, me han ayudado a sobrevivir. Lo incómodo de la irracional pugnacidad y el permanente desencuentro que mantienen mis manos, es que estaré totalmente imposibilitado de aplaudir cuando me ocurra algo agradable en la vida.
IMPREVISTO
El médico despertó con un ánimo de vivir que daba envidia. El facultativo se examinó la pupila del ojo y se escrutó la lengua. El médico se hizo un electrocardiograma y exámenes de heces, sangre y orina. Todos los resultados de laboratorio determinaban que el médico era una persona supremamente saludable.
La mañana siguiente, el médico saludó risueño a su esposa. “Hoy amanecí más bien que todos los días. Tengo tan buena salud, que puedo vivir 100 años más”.
La mujer escuchó las palabras optimistas de su entusiasmado esposo y lo miró de arriba abajo con irreverencia. El médico salió de su casa derrochando su estado de salud ante los transeúntes que encontraba en la calle. Inesperadamente, cuando intentaba cruzar la vía, el médico fue atropellado brutalmente por un automóvil y murió instantáneamente.
Mientras viajaba hacia el Más Allá, el médico notó con tristeza que seguía aferrado a la carpeta que contenía el electrocardiograma, los exámenes de heces, sangre y orina que determinaban que era una persona saludable y que podía vivir cien años más.
DIFUNTO GALLINA
Mi madre tenía cuarenta gallinas africanas que se alimentaban de carne de tigre.
Un día mi hermano mayor se volvió loco y comenzó a rugir como un tigre de bengala. Cien hombres, fuertes como un roble, encerraron a mi hermano en una jaula de tigres. Al caer la noche, las gallinas entraron a la jaula y se comieron a mi hermano.
Mi madre, para vengar la muerte de mi hermano, agarró la escopeta de mi padre y mató a las cuarenta gallinas africanas. Les puso la ropa de mi hermano y las metió en una urna de siete metros de largo por tres de ancho.
Todo el pueblo asistió al entierro de mi hermano, mejor dicho al entierro de las cuarenta gallinas africanas. Desde entonces, la gente del pueblo me conoce como el hermano del difunto gallina.
OLVIDO
Ese miércoles se levantó más temprano que nunca. Cómo la bombilla de la habitación estaba quemada, tuvo que moverse a tientas entre las penumbras del cuarto e inició una tenaz búsqueda.
La buscó en la mesita de noche, en el escaparate, en el maletín ejecutivo, por debajo de la cama. Escudriñó los bolsillos de la camisa, las faltriqueras del pantalón, la cartera, la botella de ron, los zapatos y la papelera.
Registró todo el cuarto y no la encontró. Exhausto y abatido, de nuevo se echó en la cama a recordar dónde había dejado su cabeza la noche anterior.
Vidal Chávez López
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Anónimo -
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